domingo, 17 de febrero de 2008
la silla tiene un cuento
He sabido caminar la calle Florida, en el corazón de Buenos Aires, más de cuatro veces un mismo día. Subir y bajar ese tramo de cuatro o cinco cuadras con el corazón en la mano. Y no necesariamente porque quede de camino a mi casa, me anden persiguiendo o sea peligrosa. Nada que ver.
Tampoco porque vaya a comprarme ninguna chuchería, siendo una de las principales calles comerciales-peatonales de la ciudad. No. Es que aquí se encuentran las principales casas de cambio de monedas y las pocas oficinas de Western Union, por donde recibo dinero de la Isla.
Esta calle normalmente está llena de vendedores ambulantes que ofrecen sus objetos desde el piso, peruanos, bolivianos o armenios tocando música folclórica, magos, activistas ambientales, pintores, hippies. Y sobre todo, esta calle está llena de kioscos llenitos de revistas, calcomanías y mapas. En uno de ellos me tropecé con la silla de Ricardo.
Estaba casi escondida en la esquina de un kiosco a punto de cerrar, cuando pasé a las millas. El dueño estaba guardándolo todo y dejó la silla para el final. Me encantó su rojo opaco en medio de tanto gris. Sus patas de hierro sólidas en medio de tanto movimiento. No sé, su diseño añejo.
Iba, como siempre, corriendo a cambiar dinero. Pero, tuve que virar. Me quedé fija mirándola. "Le puedo tomar una foto?", le pregunté al dueño. Se rió y comenzó a contarme su historia.
Tanteó. Tal vez, tenía 35 años o más. Me habló de una pizzería muy famosa en el lugar, que ya cerraron, que estaba llena de estas sillas, pero con las patas más largas. Su padre se las cortó para que cupiera perfecta en el puesto de revistas, a la hora de guardarlo todo.
Entonces, se fue en un viaje y me dio detalles de la antigüa pizzería. Según me dijo, era un clásico de la calle Florida. Tuvo más de 60 años allí. Se acordó de cuando era un chamaquito, tal vez 6 años, cuando vendía periódicos por allí y ayudaba a su papá. Esa desde luego era su silla favorita, porque todavía se mantiene con forma, a pesar del tiempo. Me mostró otra silla en hierro, que tenía cerca de una pila de periódicos. Me dijo, que esa no le tomara fotos. Para él, no era linda. Tenía el tapizado más rústico. Sólo una alfombrita en lana, le tapaba la sentadera en madera. Su silla roja, era otra cosa.
Me pidió que le diera vueltas, que la pusiera contra el piso y le tomara fotos, que su cuñado también le gusta 'eso de la fotografía' y hace cosas raras cuando tiene una cámara. "Cada cual tiene sus gustos", me dijo riéndose, mientras iba guardando periódicos y revistas en el gran puesto de metal. Le quedaba un espacio justo para guardar la silla. Pero no tenía prisa. Sentí que el tiempo se congeló mientras me hacía la historia y yo seguía allí, buscándole un ángulo a su silla, sin saber bien qué era lo que más me fascinaba: si el cuento de Ricardo, su color rojo añejo o que por primera vez, me paraba con calma en la calle Florida y me olvidaba por un momento, de salir corriendo a cambiar dólares por pesos.
escascarándome
Conocí a Sofía Maldonado una tarde lluviosa en el parking de Plaza Las Américas. Con tanta agua sobre el cristal del carro no podía distinguir quién era la chica petite con sombrilla, que me esperaba bajo la lluvia con una bolsa en la mano, unos espejuelitos de gatúvela y una tatuaje de florecitas y espirales que le corría por media pierna izquierda.
Era ella. La famosa graffitera de San Juan que andaba de viaje por Puertorro y donaría su tiempo y su arte para colaborar con los chicos de la Barriada Morales en Caguas. Mi lugar de trabajo, el verano pasado con el Proyecto de Comunicación de TUTV.
Se subió a mi guagua y lo primero que me llamó la atención fueron sus enormes ojos azules y su voz suavecita, con un mechón largo y "blicheado" recortado a desnivel.
Me pareció cool. Y no me equivoqué. Una semana después éramos panas y había escuchado, de primera mano, cómo una chica de 23 años había comenzado a dejar huellas importantes en las paredes y en la historia del arte urbano del país.
A su edad, era una de las pocas graffiteras en Puerto Rico, que ya había ganado un premio de arte con una multinacional, tenía estudios en arte de la Escuela de Artes Plásticas y completaba sus estudios formales en Pratts en Nueva York, tomando como base el graffiti en Puerto Rico y nuestra identidad cultural.
Aunque en los pasados años Sofía se ha especializado en cubrir edificios y paredes importantes con su arte, sus primeros pasos fueron tímidos. Se iba con su papá a pegar pasquines con dibujos de mujeres por todo San Juan. Hacía una mezcla de pega y harina y los iba pegando uno a uno por todas partes. Mujeres muy fashion, eso sí, porque a Sofía le encanta la moda.
Ahora, sus piezas han ido evolucionando y trabaja personajes, que pinta con pinceles, no con potes ni spray, y casi siempre relacionados con algún tema del lugar o denuncia urbana que le importe.
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