Buenos Aires, Argentina-Hay viajes y hay viajes. Unos de pura exploración geográfica, espiritual o visceral. Unos para conocer gente nueva y degustar sabores. Unos de negocios y otros de estudios. Algunos, para ayudar y brindar consuelo. Otros, para visitar museos y nutrirse de los movimientos culturales. Diría yo, que en todos ocurre algo de esto, en distinta medida, claro. Pero más o menos hay viajes, que una intuye su propósito momentos antes de subirse al avión o de camino al sitio. O sea, que esos propósitos y esas intenciones se van estableciendo desde antes. Para bien o para mal. Claro, el viaje también se define en el camino, mientras todas las fichas van cayendo y se va construyendo “algo” que luego será memoria. En cómo se percibe el viaje es el tema que me mueve ahora. Porque esa ‘mirada’ que le doy a lo vivido, es lo que en última instancia me llevo como recuerdo.
Mi segundo viaje a Argentina tenía como meta cerrar círculos. Así lo repetí en varias ocasiones cuando me preparaba para atravesar los Andes. Sin saber bien lo que conllevaría, me encaminé al sur a sanar algo que todavía, me latía adentro.
Tenía en mente, visitar los mismos lugares que ya conocía, ver a personas con las que establecí vínculos y hacer rituales de cierre, en algunos casos. En otros, retomar lo vivido o simplemente, volver a descubrir a gente que no logré conocer bien la primera ocasión.
Cuando regresé a Puerto Rico en diciembre del 2008, luego de vivir un año en Buenos Aires, siempre pensé que volvería al sur en unos meses. Pero no fue así. Los múltiples trabajos, las heridas que me había dejado la experiencia y mis raíces en Puerto Rico me impidieron regresar. Y cuando digo heridas, lo digo en buenos términos. Hay situaciones que te lastiman sin querer, pero que una necesita tiempo para sanar y dejar que todo se acomode.
No regresé a Buenos Aires como había planificado. Por eso, tenía un capítulo inconcluso que debía terminar. Así me lo recordó en varias ocasiones me querida amiga Mónica, que me repetía hasta la saciedad, lo importante de regresar al sur y cerrar, cerrar, cerrar. Por eso un año y medio después, hice este viaje tan particular.
Llegué el 6 de mayo del 2010, con poco tiempo de planificarlo, con algunas mudas de ropa para el clima frío, muchas ganas de concluir cosas y sin tener muy claro dónde alojarme. Acababa de llegar de Nueva York y mis compromisos de trabajo me mantuvieron bastante a "full" las semanas antes. El caso es que a las 10:00 de la mañana de ese jueves frío, estaba pisando el Aeropuerto Ezeiza junto a mi compatriota Claribel Medina, que llegaba desde Miami con su mamá.
Esperé una hora por una amiga que me iría a buscar, y por falta de comunicación o cualquier otro contratiempo, no llegó. Me subí a la guagua 8 y me dirigí a la ciudad, sin una Guía T (el librito que marca las rutas de los colectivos) para llegar a mi destino. Intenté verlo todo desde el ojo nuevo y maduro, que aunque parece una afirmación contradictoria, no lo es. Me interesaba observar ángulos nuevos de un escenario ya conocido. El colectivo 8 no era nuevo, ya lo había tomado cuando llegué de Sao Paolo en enero del 2008.
Subí con mi maleta y mis dos bultos de mano y me senté cansada a mirar el paisaje porteño. Miles de hojas amarillas y chinitas llenaban las aceras con texturas secas. El vocabulario porteño activó la cajita de recuerdos. “Piola, chanta, capo, cargando, morfaba, tarado, che...”. Pasamos los barrios en las afueras de la ciudad y una vez entramos al casco urbano, comencé a reconocer avenidas. La primera fue Rivadavia, la misma que había transitado con mi amiga Liliana y que me encantaba por las inmensas bolsas de retazos de tela que tiraban a la calle las tiendas de textiles. Fui apuntando los nombres de todas las bandas de rock grafiteadas en las paredes de negocios y casas. Algunos nombres eran realmente creativos: "Poetas de nadie", "Pena de rock", "Hijos de Babel", "La Complicada Hacha Brava", "La juerga rock", "Subconsciente villano".
La guagua viró por la Avenida La Plata y de inmediato supe que estaba cerca del barrio Pompeya, mi destino final. Sin pensarlo mucho, me bajé en la proxima parada y comencé a caminar hasta el cruce de la avenida para tomar el 15. Esa guagua era imposible de olvidar. Subí y bajé esa avenida tantas veces en el 15, que hasta imaginé hacerle un homenaje a esa ruta larga que agarraba todo el tiempo entre Palermo y Pompeya.
Poco a poco, se me fueron mezclando los recuerdos con la realidad. Se me juntaron. Y sentía como si no me hubiera ido. Una sensación rara. Era como darle "play" a una peli conocida, en la que yo era la protagonista, claro. Sin saber muy bien, si la peli era una comedia, un drama o era de misterio. Já.
Y las baldosas grises y rotas de la ciudad me fueron activando en el recuerdo tantas caminatas solitarias que di por esas calles. Comenzaba un viaje importante. Lo sabía, pero no tenía idea por dónde se moverían mis recuerdos y tantos hilos sueltos. Definitivamente este viaje a Buenos Aires no tenía el glamour de mis visitas a las grandes ciudades, como Nueva York o París, que me han dejado con sed de cultura y arte. O el viaje a Haití, donde reconocí mis raíces caribeñas entre los escombros de un Puerto Príncipe que sobrevive. El viaje a Buenos Aires era otra cosa. Era un viaje duro y muy íntimo, como la ciudad misma. Un viaje a las zonas grises. A lo difuso. A un plano, que todavía estoy entendiendo mientras escribo.
4 comentarios:
Me fascina como escribis...creo que soy un lector ávido de tus historias....las espero ancioso...besos
Gracias Pablo. Ya ves, este blog es mi catarsis. Mi viaje del viaje, tan necesario para rememorar lo que me toca hondo y me marca. Gracias por ser testigo de estas vivencias. Y gracias por la letra "Mirada", que me hace "mirar" desde otro sitio esta visita a tu patria. Un beso. Cuando regrese, brindaremos con un Malbec.
hermoso, intenso sincero y contundente todo lo que decis. queiro leer las continuaciones
besos
Bienvenido!!!! Sigo, que todavía queda mucho por contar y vivir.
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