martes, 2 de septiembre de 2008

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A Ariel Mai

Aquí adentro está encerrado un hombre. No tiene tiempo. Trabaja de día y lee de noche. En algún momento puede ver el sol, pero se le escapa. Los minutos no le alcanzan para andar descalzo por la grama. Aquí no hay grama. Solo un rectángulo cada vez más gomoso. Hay un pasillo azul elástico por donde hay que atravesar antes de entrar a ese cuadro eléctrico. Aunque está lleno de cables, ninguno se ve a simple vista. Son invisibles y submarinos. Conectan un terminal de computadoras en Chicago con su computadora en Corrientes y Frías. Aquí también hace frío. A veces, tan frío como las bóvedas grises de los bancos de la ciudad. Un día, sentí que me hablaba. Escuché un knock knock con unos puños finos que casi hacen temblar los lapiceros sobre mi escritorio. Me llamó la atención, porque en mi casa reina la paz. Solo se escuchan los gemidos de madrugada de la pareja que desafía los decibeles permitidos para esta ciudad. Son gemidos graves. Incluso una vez llegué a pensar que a la mujer de arriba, su marido le pegaba. Eran gritos violentos. Pero un suspiro prolongado y profundo, me hizo envidiarle tanto placer.

Pero vuelvo a los sonidos de esta casa. Aquí hay pocos. De madrugada se escuchan los gemidos calientes de los vecinos y el viento que cruza este piso, con los colectivos y los autos locos allá abajo. El viento, en ocasiones, se confunde con el sonido del mar. Las ráfagas cruzan rabiosas por el vidrio de mi cuarto y parecen remolinos de agua que mueven arena y piedra. El viento es furioso. Un ruido decidido.

El otro día, fue distinto el sonido. Era un sonido débil, que por débil molestoso. Constante. El sonido venía acompañado de un temblor sutil en el escritorio. Lo sé, porque en esta casa apenas ocurre nada. Entro y salgo. Veo los periódicos en algún kiosco, voy a misa, me siento en el banco de algún parque silencioso y observo a la gente que corre con prisa por la ciudad. No hago mucho. A mis 70 años, solo miro y respiro. Leo alguna novela empolvada en el estante de mi biblioteca, paso la mirada por encima de mi escritorio, organizo como siempre las fotos de Whisky y Vico y tomo mis medicinas para la artritis. Haciendo ésto, escuché ese sonido débil en mi cuarto.

Creí que se trataba de algún vecino martillando uno de esos cuadros sin sentido en el living de su casa. Una boludez, por no decir una pérdida de tiempo, de una mujer mirando el mar o unos querubines besándose con un lazo enorme sobre este tipo de adorno barato. Pero no podía ser ese sonido. Me parecía más débil. Poco decidido. Quien ponga un clavo de esa forma, de seguro no tiene fuerzas para agarrar un martillo con su puño.

Me paré y comencé a caminar con los ojos cerrados, tratando de buscar el origen del sonido. Podía ser alguna marcha barrial, una murga en camino hacia la escuela de la esquina. Pero no me sonaba a tambor. Era escaso, casi un latido sin pulso. Abrí los ojos, ya casi molesto y vi como el agua para mis medicamentos temblaba sobre el escritorio. Podía ser un pequeño temblor de tierra. Miré todos los muebles alrededor. Pero el jarro de cristal sobre la mesa del pasillo no se movía. Era un movimiento local. Fue ahí cuando descubrí la pantalla temblorosa de mi computadora y un punto central de donde salían estas olas de movimiento. Parecía una caricia sutil, la marca que hace una gota al caer a un charco, la barriga de una mujer embarazada con las patadas de un bebé por nacer. Parecía que había algo atrapado allá adentro. Y yo era la única salvación. Me pegué con calma al monitor. Agudicé el oído.

-¿Quién está ahí?, dije con voz temblorosa .

-¿Me oyes? ¿Puedes ver mis manos en tu pantalla? Estoy atrapado en este rectángulo. Me contestó una voz masculina y ronca que apenas pude descifrar por lo sutil del sonido.

-No jodas! Fue lo único que pude decir. Y me aparté de un brinco.

De pronto, ese ser al otro lado de la pantalla comenzó a deslizarse por el rectángulo y casi podía definir sus dedos, que me parecieron cuadrados y largos. De seguro eran manos de delineante o escritor. Seguí escuchando un murmullo, pero me centré en ver cómo sus formas fueron dando textura al monitor de mi máquina. No sabía si era más interesante escuchar su voz ronca o tratar de imaginar las manos que le daban forma al monitor.

-¿Cómo quedaste atrapado allá adentro? Me animé a preguntar.

-Un día, entré y cerré la puerta de mi habitación. Pasé horas viendo imágenes en la computadora y cuando me levanté a comer, todo se había transformado. El piso era gelatina y el aire se llenó de ceros y unos.

-No jodas. Volví a repetir.

Estuvimos hablando siglos. Me contó cómo se acostumbró a vivir allá adentro. A todo uno se acostumbra, me dijo convencido, no sé si resignado. Me dijo cómo recibía mensajes de su familia a diario para preguntarle cómo estaba, que comía, cómo se las arreglaba. Me contó de sus nuevas metas profesionales. Cómo manejaba a la perfección los sistemas informativos, y hasta alcanzó posiciones envidiables en su compañía, donde se acostumbraron a no aguantar su extraña manía de subir la ceja derecha cada vez que su jefe le hacía propuestas de trabajo poco remuneradas. En realidad, me contó que había comenzado a ganar admiradores. Su equipo de trabajo prescindió de verle la cara. Habló en detalle de las magníficas ofertas que comenzaron a lloverle tan pronto quedó atrapado en ese rectángulo de la computadora. Parecía feliz. Habló horas.

Apenas quise plantearle algún tema nuevo, me interrumpía para hablarme de los adelantos en computación y de sus nuevos clientes. Cuando ya comenzaba a aburrirme de los relatos corporativos, fui directo.

-¿Extrañas algo?
- …
-¿Sigues ahí?
- …

Un silencio profundo llenó el cuarto de Aníbal, que pareció arrepentirse ante semejante pregunta. Los dedos curiosos sobre el monitor, dejaron de hacer presión contra la gelatina. La pantalla quedó inmóvil. Aníbal supo de inmediato que hay temas que no se hablan con los hombres atrapados. Supo que jamás le volvería a preguntar algo así.

Pasaron días, meses y la voz ronca al otro lado del monitor no volvió a escucharse. Tampoco aparecieron los dedos de delineante. Aníbal dudó. Pensó que esa conversación era producto de su imaginación, que lo que medianamente le contó a su amiga Carolina, era parte de su memoria rota a fuerza de tantos medicamentos para la artritis.

Un día, al encender su computadora un ruido extraño llenó su pequeña biblioteca. Aparecieron miles de ttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttttt en el espacio negro de su máquina. Le pegó tres golpes intentado restaurar la pantalla azul que día tras día le saludaba desde es mar pixelazo. Luego apareció la letra o, la c, la a, la m, la e…Era él. Sin duda. Había tardado años, siglos, en contestar su pregunta. Aníbal agarró el teléfono para llamar a Carolina. Contarle, pedirle, suplicarle que viniera y presenciara, con sus propios ojos, lo que le había repetido tantas veces y que leyera la palabra que llenaba el monitor “t-o-c-a-m-e”…

Llamó al toque, pero contestó la grabadora de su amiga. Desistió de buscarla. Ese momento era suyo. Se sentó extasiado frente al monitor y comenzó a hablar. Dijo cualquier cosa. Hizo preguntas específicas, largas, conmovedoras, dulces, sarcásticas. El hombre en la computadora no volvió a hablar.. Aparecían una y otra vez las mismas letras.
t
o
c
a
m
e

A Aníbal le sudaron las manos. Pensó que se estaba volviendo loco. Que, seguiría el consejo de Carolina y comenzaría a visitar el psicoanalista que le había recomendado hacía meses. Las palabras brillaban en el fondo negro de la computadora. Y casi le comían la vista con su intensidad brillosa. Miró fijamente la textura suave de su pantalla, imaginó, supo, que no le costaría nada extender una de sus manos y acariciar la máquina. Tal vez le haría bien a alguien. Un roce pequeño. No muy acentuado, por eso de que el hombre al otro lado, no pensara mal de él. Pobre. Atrapado allá adentro, sin contacto humano, sin sentir la grama. Sin mirar el sol. Miró sin pestañear el monitor rectangular y tomó la decisión.

Levantó su mano derecha, miro a todos lados y tocó ese espacio gelatinoso en su computadora. Lo hundió con curiosidad. Parecía gelatina fría. Un movimiento gomoso le rebotó la textura de un monitor a punto de desprenderse. Se asustó terriblemente. Se levantó de la silla y quiso salir corriendo de la habitación. Y cuando tocó el piso con firmeza se hundió. El piso era de goma. Estaba en el medio de una barriga azulosa. Toda agua y luz. Choques eléctricos como estrellas altas en la noche más vacía. Quiso llorar y no le salió. Extendió las manos tocando las paredes, intentando ponerle fin a ese mal sueño de madrugada. Pero las paredes eran demasiado reales. El azul demasiado chillón. Y el espacio de ceros y unos era aún más fascinante que esa sensación mojada en la raíz. Supo que estaba atrapado, que ahora era él quien estaba adentro. Y movió las manos asustado. Primero estaba tembloroso, luego desesperado. Habló, gritó, llamó por horas.

-¿Hay alguien ahí? ¿Alguien me escucha? ¿Hay alguien ahí?

Y no respondió nadie, ni siquiera su voz en eco. La garganta se le secó con tanto intento. No tuvo otra que sentarse en el suelo elástico. Lloró bajito, casi a escondidas, aunque allá adentro, nadie lo escuchaba.

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