lunes, 31 de mayo de 2010

Entre Ríos











24 de mayo 2010

Entre Ríos, Argentina-Fue mi carácter impulsivo lo que me llevó a Entre Ríos. Todavía con la panza adolorida y con el cuerpo débil, me fui con Mariana a las aguas termales de Federación. Acababa de llegar de casa de X y apenas tenía fuerzas para caminar. Pero Mariana me insistió tres veces y bueno, mi espíritu aventurero pudo más que mi sentido común. Quince minutos de siesta y listo.

El tío de Mariana, Juan Carlos y su esposa Elsa, fueron nuestros anfitriones ese fin de semana. Su ‘motorhome’ sería nuestro espacio común, por los próximos días y por los próximos 500 kilómetros. Llegamos a su quinta en Rodríguez, a unos 45 minutos de Buenos Aires, comimos algo liviano y ese viernes partimos de noche a Entre Ríos, una provincia al norte de la capital. Juan Carlos, un policía federal con más de 40 años de experiencia manejando por las autopistas argentinas, fue nuestro guía y hasta cierto punto, nuestra conciencia.

Puso horarios a todas nuestras actividades, planificó las horas de llegada y de partida, hizo una dieta especial para mí, y luego, otra para Mariana, cuando se enfermó al final del viaje. Funcionó casi como nuestro papá con una disciplina impecable. JA! Fue bueno, especialmente porque nos hizo reír por sus continuas instrucciones a Elsa que nos atendía al segundo y porque detrás de todas sus medidas había un gran deseo de que tod@s estuviéramos a gusto, en orden y sanas.

Desde que llegamos a Federación y vimos a la gente caminando a las termas con batas blancas, tuvimos la sensación de que estábamos en un gran retiro espiritual. La gente caminaba por el pueblo en chanclas, con sus batitas de baño amarradas a la cintura y completamente despreocupados de quién los miraba. Muy distinto al agite habitual de Baires.

Una tarde, comimos en una mesita desplegable ubicada frente a la “motorhome” de Juan Carlos y Elsa. Sentados en sillitas de plástico tomamos el sol de la tarde, como si fuera el mismísimo verano. Pero en pleno otoño. Lejos de las temperaturas gélidas de Buenos Aires. La sencillez de esos días, nos fueron desintoxicando del estrés que cargábamos de “la ciudad de la furia”.

Fue sencillo lo que vivimos allí. Salimos a comer par de ocasiones, bailamos salsa, chacarera y un poco de zamba. Fuimos a las tienditas de artesanía del lugar. Nos reímos hasta la saciedad de las cosas más bobas. Dormimos, nos hicimos fotos, tomamos litros y litros de té, medicamentos y cantamos daimoku. Y claro, nos bañamos en las termas calientes.

Mariana agarró una gripe que tuvo que tratar con infusiones de eucalipto en la habitación del hotel. No hubo mucho más. Pero lo que sí, respiramos paz. Cada día nos despertábamos con el sonido de los pajaritos y no hicimos otra cosa que descansar.Y eso, en definitiva genera fuerzas para seguir, construir y transformar.

La última noche en Federación conocí a C. El chico resultó tener un hambre espiritual atroz. Me hizo el favor de llevarme a un cajero automático en el pueblo y en el camino me habló de sus búsquedas y sus desencuentros con un monje budista que acababa de conocer en Córdoba. “Viajé cientos de kilómetros para sentir su energía y cuando llegué no quiso que le hicieran preguntas. Me di cuenta que no era lo que buscaba”, me dijo decepcionado. C no paraba de hablar de las energías de la gente y los espacios, de las propiedades sanadoras de las aguas termales, de que había dejado Buenos Aires para vivir sus días más tranquilo buscando los secretos de la longetividad. Me confesó que estaba escribiendo un libro, de cómo sobrevivir en las grandes ciudades y mantener la paz.

C es un hombre guapo. Es esbelto, de pelo marrón, facciones varoniles y con ojos grandes muy despiertos, como si por ahí fuera absorbiendo todo eso que anda buscando. El definió nuestro encuentro como una “sincronicidad” y cuando regresé a Buenos Aires, me envió un correo electrónico para volvernos a encontrar. No pudimos, pero quién sabe si será la próxima.

Lo importante fueron las cosas que viví en ese pueblito. La noche antes de regresar, me dio un ataque de pánico durmiendo. Una pesadilla me sacó de la cama y me dejó sin respiración. En el sueño, vi con claridad la mala intención de dos personas que conocía en Baires. Resultó revelador y triste despertarme de esa manera. Encendí la luz del cuarto para pedirle ayuda a Mariana, pero no la desperté. Hacía mucho tiempo que no me daba un ataque de pánico. La última vez, creo que fue hace como 3 años cuando vivía en el condominio El Monte en Hato Rey y mis vecinos me asistieron de madrugada. Tenía el ritmo del corazón acelerado y el sentido auditivo hipersensible, pero no pasó de eso. Luego de unas respiraciones profundas, la sensación desapareció y volví a la cama.

Al otro día, mientras tomaba un masaje y un facial con una señora rusa, me explicó que las aguas termales de Federación suelen movilizar muchas energías. Y que posiblemente sus propiedades altas en Radón 222, me habían desencadenado el malestar. Apretó con fuerza en el medio de mi pecho y según ella, el dolor que sentía era sinónimo de la angustia que cargaba. Parece que lo que tenía atascado en el pecho era una cosa seria, porque me dolía mucho.

Apretó fuerte y movió sus manos en círculo, como disolviendo algo que tenía metido entre la piel y el aire. No sé qué hizo, pero cuando terminó el masaje, ya no me dolía tanto. Me quedaba la sensación de que habían extirpado algo del centro del corazón. Imaginaba las caras de esas dos personas y soltaba el peso de cualquier malentendido o sinsabor.

Cuando nos fuimos de Federación y paramos en una fábrica de miel en la ruta, me sentía liviana. Como si esos días allí y el masaje de la rusa, me hubieran recordado la importancia del descanso, la disciplina, la nutrición balanceada, la buena compañía y la tranquilidad.

Las hojas anaranjadas de la granja me hicieron pensar en mis viajes a Nuevo México, Colorado y Carolina del Norte, especialmente al festival cultural “Leaf: Lake Eden Arts Festival”, que visité con Rosario en octubre del 2001.

Ese viaje a Ashville, Carolina del Norte, me dejó un recuerdo memorable que relaciono con el otoño y el cambio de hojas. En un baño de ese bosque gringo recuerdo haber visto una foto que todavía rememoro. Era la imagen de varias personas, al parecer amigos, acostados en forma de círculo en el suelo de un bosque y mirando sonrientes al lente de la cámara. Recuerdo la sensación placentera que sentí cuando vi esa imagen.

El marco tenía trozos de hojas incrustados en la superficie. Como los papeles hechos a mano, en los que resaltan las texturas de tallos, hojas y flores. En la foto, todos se veían felices. Miraba esa imagen, minutos antes de meterme a la ducha con quien fuera mi amor en ese entonces. Un percusionista italiano que se desvivía por mí. Varios rayos de luz entraban por la ventana del baño. Era una tarde hermosa y mirar esa foto me hizo imaginar una vida feliz junto a gente querida.

El caso es que cuando llegué a la granja de miel en Federación, pensé todo eso. Otra vez las hojas cambiando de color y dando paso a algo nuevo. Esos colores vegetales me llevaron directamente al bosque de Ashville estando en Argentina. Sentí esa sensación del viento liviano, de los espacios abiertos, llenos de aire y fluidez. Lo mismo que venía buscando yo.

2 comentarios:

Pablo Parsi dijo...

vamos que ya llegamos al centro...besos

Glory dijo...

Ando cerca... Poco a poco, hilvanando este cuento propio... Pero igual, soltando peso para poder andar liviana. Besos!